Erase una vez…

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… un hombre mayor, un poco cojo y con sombrero. Lo que más amaba en este mundo, después de morir su esposa, era su jardín. Pasaba todo el día y todos los días trabajado, paseando y disfrutando en sus diez mil metros cuadrados de bosque de encinas con jaras silvestres, madroños naciendo pegados a la casa y, por todas partes, la hiedra unicolor – verde y fuerte todo el año. Un día de otoño de aire fresco y húmedo después de quemar ramas sintió un cansancio distinto al que se siente después de comer, después de un esfuerzo físico o a final del día… Apoyó un marco de hierro, que tenía en la mano en ese momento, contra una encina tan joven que casi no soportaba el frío peso del metal, y se alejó del calor de la hoguera con pasos lentos…

De eso hace ya mucho tiempo y ahora es imposible retirar el marco… o el espíritu del hombre que lo dejó en su jardín tan amado – nuestro jardín.